Ella no cede más

Esta mañana ha abierto los ojos y los ha sentido más secos que nunca. Es decir, su inagotable fuente de lágrimas saladas, al fin cedió al fin.

Entonces se sienta sobre el colchón. Se destapa y bosteza casi con emoción; acaricia la cama, su lado y el lado de él -o el que fuera de él-. Sonríe, pero esta vez no es forzado, siente que por más que quiera, las lágrimas la han abandonado y no nacerán más.

Se echa de nuevo, estira sus articuladas articulaciones; sus huesitos suenan y la llenan de sabiduría ancestral. Se huele el hombro derecho, huele a planta, es que le gustan las plantas.

Se levanta al fin y se mira desde el cuello para abajo, el pijama le estorba y se lo quita, entonces queda desnuda. Mira los tatuajes repartidos por toda su anatomía, cándidos, relajados, ellos saben pero no saben y -honestamente-, ella prefiere que por ahora callen.

Entra al baño, enciende la ducha y guarda las navajas que hubiera comprado; las envuelve en una toalla, las guarda debajo del lavabo, el vapor inunda el cuarto y sus años.

Tibia el agua recorre su hemisferio derecho, hasta que decide hacer partícipe también al izquierdo. Su pelo se entrega al placer del agua tibia, no cierra los ojos, pero no siente molestia alguna por el agua invasora en los mismos. Su cuero cabelludo finalmente cede, con un leve suspiro cierra los ojos, vuelve a abrirlos y comienza a tocarse entera, el agua la envuelve.

Abandona la ducha, dejando vestigios de olor a vainilla y aceite de almendras, toma una bata, se envuelve en la misma y con una pequeña toalla azul, -que a él perteneciera-, seca todo el pelaje que cuelga de su inteligencia.

Entre náyades de vapor, ve su cara de hembra; veintinueve años han dejado pequeñas esferas que mil veces ha detestado, mas hoy las venera. Su boca delgada ya no besa ni es besada, un escalofrío suave la recorre entera. No piensa.

Se agacha y saca la toalla que envuelve las navajas, decide botarlas sin posibilidad de volver a verlas.

Sale del baño, mira su habitación tan vacía, tan sin él, -amenaza de lágrimas una vez más, pero no lo hace, no cede a llorar-.

Se viste ligera, un vestido y una tanga rosada -su color-, se empapa en aromas entre vainilla y clavo de olor; apenas se peina, quiere el pelo desordenado; calza sus abarcas que un amigo le habría regalado, carga la bolsa de playa con una manta, un libro, una revista, bloqueador y sus enormes gafas de sol.

Sale con y sin rumbo, se distrae con el ritmo de los isleños, el color de las mulatas, la música del restaurante mexicano y con todas las parabas que vuelan tan bajo, que prácticamente la invitan a volar junto con ellas, mas no cede, ese día le pertenece. Ese día es ella y de ella, ese día decide darse cuenta de que la vida es bella, de que ella es ella, y de que la isla no sería igual si no fuera por ella.

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  4. Anónimo3:52 p.m.

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