The Puppet

Cuenta la leyenda que un tipillo feliz, recorría su país fantástico regalando y a veces vendiendo sus maravillosos consejos.
Tenía muchos en su repertorio. Consejos para ser feliz, para ser aceptado, para tener riquezas tanto financieras como espirituales, liberarse de las cargas negativas, sacarse demonios, curar insomnios y hasta neurosis que a veces se tornaban en psicosis… en fin, el hombre tenía consejos para todo tipo de aflicciones y hasta se atrevió a ponerse el título de “sanador de almitas” y creía que hasta podía ayudar a los locos de atar.
Un buen día, conoció a un ser que necesitaba de sus consejos con suma urgencia; éste, sin perder tiempo, sacó de su caja mágica mil versos y sabios consejos para que éste ser se sintiera feliz y cómodo en su carne y su entorno.
Como siempre, no le fue mal; el ser estaba feliz, tenía ganas de continuar su camino hacia las lomas anchas de la luna y tenía la convicción de que ese hombre pequeño le había arrebatado el alma para lavarla y luego se la había devuelto con creces. ¡Una aureola enorme, sin espinas y con olor fragante a rosas!
Cuando el ser continuó con su caminata perpetua hacia la luna, se dio cuenta de que el equipaje que cargaba, a pesar de estar más liviano se sentía engordar paso con paso. No entendía qué pasaba; vio cómo su halo se resquebrajaba y los pétalos de las rosas caían uno a uno y comenzaban a salir las espinas que cargaba desde hacia tiempo. El ser se sintió desvalido, triste, tenía ganas de llorar y lo hizo.
En un segundo apareció el tipillo; le tendió el hombro y le dijo que no se sintiera así, que todo pasa por una razón y que ahora el ser sólo estaba pasando por un momento de “prueba” y que pronto todo pasaría; que el halo sería otra vez hermoso, que los pétalos volverían a su lugar y que el equipaje de la espalda sería liviano como una pluma; siempre y cuando el ser le hiciera ciertos favores. Por supuesto el tipillo no pensaba cobrarle al ser dinero en efectivo. Mucho menos joyas, y menos algo del bagaje que cargaba… el ser no sabía qué pensar. Le dijo al hombrecillo que haría todo para sentirse tan bien como hace unos momentos, que necesitaba de ese sentimiento de “poder” hacer las cosas, y que pidiera lo que quisiera, pero que le devolviera la sensación de ser importante para poder llegar bien y a tiempo a las colinas anchas de la luna.
El hombre le dio una interminable lista de quehaceres de todo tipo para que el ser hiciera.
El ser cumplió a cabalidad los quehaceres, pero parecían nunca ser suficientes. Pensaba que tal vez no daba el 100% de lo que podía dar, de que tal vez se esperaba mucho de él, de que tal vez tenía algún tipo de problema interno mucho más profundo de lo que cualquier otro ser podría haber advertido alguna vez… entonces se convenció de que no podía más. Agradeció en silencio al hombrecillo que no le prestaba mucha atención, cogió su equipaje que pesaba bastante y se fue con la frente en alto, mostrando la aureola resquebrajada y sucia, llena de espinas y despidiendo un olor a ceniza.
Paso a paso sintió cómo el peso del bagaje subía, sintió cómo con el caminar se hundía en la arena lunar y decidió botarlo a un lado. Comenzó a correr y a correr, sin importar nada de lo que sintiera o pasara por su mente, sin importar que las espinas fueran cada vez más grandes y se hundieran más en su ser, que la arena caliente le carcomiera la planta de los pies, hasta que llegó un momento en el que no pudo más y se desvaneció en la arena… no le importaba hundirse hasta el cogote, pero tardaba mucho… la angustia lo aniquilaba por dentro.

No bastó la voz interna del ser que le dijera que no. Igual lo hizo. El ser murió.
“Ohh Narciso”, sin intentar ser irónico, pensaba mientras agonizaba. ¿Por qué has hecho esto, Narciso? ¿Por qué te presentas como un amigo, si al final no eres más que mi enemigo? ¿Cuál es tu subyugada satisfacción al hacer esto?
No sé quién es más patético, Narciso.
¿Tú o yo?

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